Causas y síntomas de la intolerancia a la lactosa

A veces, damos por sentado, que los seres humanos hemos tomado desde siempre leche para alimentarnos. Nada más lejos de la realidad, ya que, al igual que el resto de los mamíferos, las personas antiguamente dejábamos de ingerir este alimento y sus derivados tras el destete. Nuestra alimentación se basaba en los productos que se recolectaban de la tierra -plantas, cereales salvajes, frutas y productos- y los animales que se cazaban o pescaban.

Tras la revolución del meso-neolítico, cuando el ser humano empezó a recurrir a la agricultura y a la ganadería, se desarrolló una “industria láctea” y fue entonces cuando se empezaron a consumir productos lácteos después del destete. Por tanto, también las posibles consecuencias de este consumo se conocen desde hace miles años.

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Por ejemplo, ya desde la época del médico y filósofo griego Galeno, se sabe que la leche puede provocar diarrea y otros síntomas gastrointestinales en determinadas personas. En 1860, se observó que la lactosa producía diarrea en perros y, en 1958, se asoció la intolerancia a la lactosa con diarrea crónica en el lactante.

La Segunda Guerra Mundial fue clave para descubrir las claves de la intolerancia a la lactosa. En esta época, la Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional (USAID) envió toneladas de leche a países necesitados. Pronto se comprobó que muchos de los destinatarios, sobre todo en África y en Asia, sufrían náuseas, flatulencias y diarreas al consumirla. Estos problemas intestinales fueron achacados a infecciones provocadas por la contaminación del agua con la que se preparaba la bebida, hasta que, en 1965, investigadores del Johns Hopkins Medical School descubrieron que se trataba de intolerancia a la lactosa.

En la actualidad, se estima que las dos terceras partes de la población mundial la sufren. En España, no se conocen los datos exactos, porque hay pocos estudios que analicen la prevalencia de este problema. Además, los síntomas pueden ser confundidos con los de otras enfermedades digestivas, lo que hace más difícil conocer la incidencia real de esta patología en nuestro país. Sí se sabe que cada vez es más frecuente y se calcula que afecta actualmente a entre el 30% y el 50% de la población, según datos de la Sociedad Española de Patología Digestiva y de la Sociedad Española de Médicos generales y de Familia (SEMG).

La prevalencia de la intolerancia a la lactosa suele estar asociada a la zona geográfica. Existen regiones en las que históricamente se han incluido los lácteos en su dieta, por lo que sus habitantes suelen sufrir con menos frecuencia esta enfermedad (por ejemplo, países nórdicos, norteamericanos o caucásicos).

¿Qué es la lactosa?

La lactosa es el azúcar que contiene la leche (de vaca, oveja, cabra, humana…), aunque también está presente en una gran cantidad de productos de consumo diario. Por ejemplo, puede encontrarse en muchos alimentos preparados como hamburguesas, salchichas, embutidos, pan rebanado, helados, purés, salsas, pastas y pizzas. El intestino de las personas intolerantes no es capaz de digerir este tipo de azúcar, debido a que su organismo no produce suficiente cantidad de lactasa, la enzima responsable de descomponer la lactosa en otros azúcares más simples y sencillos de absorber por el intestino (la glucosa y la galactosa).

Cuando esto ocurre, el organismo genera gases y líquidos que pueden provocar dolores y molestias. Aunque los síntomas pueden variar en cada persona en función de la cantidad de lactosa que ha ingerido, de su grado de intolerancia y del tipo de alimento consumido, los más habituales son dolor e hinchazón abdominal, diarrea, flatulencias, retortijones, vómitos o náuseas. En algunos casos, puede haber también estreñimiento. Estos síntomas aparecen entre treinta minutos y dos horas después de haber ingerido el alimento con lactosa, para volver a desaparecer entre tres y seis horas más tarde.

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¿Qué causa la intolerancia a la lactosa?

Existen múltiples causas de la intolerancia a la lactosa, pero la más frecuente es la primaria (de origen genético) y suele manifestarse en la pubertad o la adolescencia tardía. Si bien durante la infancia nuestro organismo produce mucha lactasa, tras el destete y a medida que crecemos, disminuyen los niveles de esta enzima. Por esta razón, la ingesta de lactosa no afecta a todas las personas del mismo modo, sino que depende del umbral de sensibilidad de cada una.

A veces, otras enfermedades como por ejemplo el Crohn, la colitis ulcerosa, los parásitos intestinales, la gastroenteritis o la intolerancia al gluten pueden dañar la mucosa intestinal o reducir la superficie de absorción. Este tipo de intolerancia, denominada  secundaria, suele ser temporal y depende de la enfermedad de base que tenga el paciente.

Por último, existe la intolerancia congénita, que es la ausencia completa de la producción de lactasa. Es una patología muy rara y muy grave que se pone de manifiesto en la primera semana de vida.

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Consejos que ayudan a controlar la patología

El tratamiento fundamentalmente consiste,  en la limitación o eliminación de la dieta de productos lácteos y alimentos con lactosa, y puede ser de utilidad si el profesional sanitario lo recomienda en tu caso concreto,  el consumo de productos lácteos que contienen lactasa y/o de suplementos orales de lactasa  Hay que tener en cuenta que las personas intolerantes tienen  distintos niveles y/o tipos  de intolerancia: hay quienes que, a pesar de sufrirla, no presentan síntomas; quienes los manifiestan tras ingerir tan solo un poco de leche o quienes necesitan consumir una gran cantidad para padecer los mismos efectos. Por ello individualizar el consejo sobre la actitud  a seguir es fundamental.

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Se recomienda, en general , seguir algunas pautas que pueden ayudarnos a controlar mejor la enfermedad y, por tanto, aumentar el nivel de calidad de vida. Entre ellas, destacan:

  • Evitar el autodiagnóstico. La casuística de esta enfermedad es tan variada y personal que, ante la sospecha de intolerancia, se ha de acudir a un especialista para que descarte otros problemas digestivos, realice las pruebas pertinentes e indique las medidas más adecuadas para cada caso.
  • Consultar al médico o farmacéutico antes de dejar de consumir lácteos. La falta de leche en la dieta puede producir falta de calcio, vitamina D, riboflavina y proteínas, por lo que es recomendable incluir otras fuentes o suplementos de calcio y nutrientes en la alimentación. Los yogures fermentados y los quesos curados son algunos de los lácteos que el especialista puede recomendar. Otros alimentos que pueden aportar esos nutrientes son: verduras como las espinacas, la acelga o el brócoli; legumbres como las judías blancas, las lentejas y los garbanzos; la yema de huevo; pescados como la sardina, el salmón y el lenguado; las gambas y todos los frutos secos –excepto la castaña-. Por otra parte existen en el mercado un gran número de marcas de lácteos que comercializan productos lácteos (leche, quesos, yogures)  sin lactosa.
  • Conocer qué alimentos incorporan lactosa. Además de en la leche, este azúcar está presente en algunos productos industriales elaborados. Se puede llegar a encontrar en alimentos tan dispares como salchichas, patés, margarinas, helados, salsas, algunos fiambres y embutidos, cereales enriquecidos, sopas instantáneas y comidas preparadas.
  • Aprender a leer las etiquetas de los envasados. Nos servirán de guía para comprobar si un alimento lleva o no lactosa. En concreto, se deben tomar precauciones con los que contengan azúcares y grasas de la leche, lactitol (E966), cuajo, y suero lácteo o en polvo. Hay que tener en cuenta también advertencias como “puede contener trazas de leche”.
  • Prestar atención a los medicamentos. Alrededor del 20% de los medicamentos contienen lactosa como excipiente, algo que se debe valorar.
  • Exponerse al sol de manera regular, pero no abusiva. La exposición al sol favorece la absorción de vitamina D, que los lácteos nos aportan de manera natural. Quince minutos de sol al día son suficientes.

 

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